Tuesday, December 07, 2010

“Están lloviendo Corazones”.

Foto: Sandra Milena Sanchez.

El Parque Bicentenario en la zona centroriental de Medellín es un un nuevo espacio para que las personas, más allá de divertirse construyan memoria sobre los estragos de la guerra.

Foto: Sandra Milena Sanchez.
Bajo los mensajes que se desdibujan en la gigantesca pantalla de agua del Parque Bicentenario, entre los cuales se ven formas de corazón, figuras geométricas y saludos, decenas de niños se reúnen para bailar entre gotas de agua. Unos entran y salen a los chorros, algunos incluso con toda su ropa puesta, se aventuran a sentir el agua en sus manos, bajo sus pies y en sus rostros.


Alrededor, algunos padres disfrutan de helado y hablan tranquilos mientras sus hijos saltan de alegría y corren de aquí para allá como pequeños grillos en la hierba.  “No se puede pasar bajo la pantalla en Bicicleta, no se pueden bañar los perros y no se puede violentar a otras personas que estén disfrutando del espacio” dice unos de los guías cívicos quien cumple con su primer día de trabajo en el parque.

El proyecto adelantado por Desde hace 6 meses entró en funcionamiento, El Parque Bicentenario en el Barrio Boston en la  zona Centroriental de la ciudad en el marco de los 200 años de la independencia de Colombia. Dicho parque necesitó 4200 millones para la adecuación de su primera etapa y 6000 mil metros cuadrados para ser construido. Lo que representa un total de 115 predios que la Administración Municipal tiene que adquirir y que implica, además, la reubicación de 114 familias del sector. Este proyecto lo adelanta la Alcaldía de Medellín y la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU) y su diseño figuró como segundo finalista en el Premio Santiago de Compostela de Cooperación Urbana 2009, por proveer un espació con un equilibrio entre la innovación y el impacto positivo en la vida de las personas.

El parque Bicentenario aún no está terminado por completo. Queda todavía  por construir la otra  fase del lugar la cual se entregará en el 2011 y que contará con otros lugares para el sano esparcimiento y la reflexión como La Casa de La Memoria,  en donde se expondrán fotos y documentos relacionados con las víctimas del conflicto armado en Colombia. Esto se hará con el propósito de generar una memoria colectiva que le ayude  a las personas a entender los horrores de la guerra para que de esta manera dichos sucesos no vuelvan a repetirse.

Turbinas y escarcha dulce.



Foto: Sandra Milena Sanchez.
“El ventiadero” ha constituido por años, un lugar para ver volar y aterrizar los aviones que transitan por el aeropuerto Olaya Herrera. Un paseo que reúne a la familia en torno a la magia de volar.

Recostados sobre la reja divisoria, algunas personas miran atónitas el despegue del ave de hierro tratando de  entender la forma como tal monstruo mecánico se eleva en el aire. Allí, transeúntes, deportistas, venteros y niños con sus mascotas se apilan para ser testigos de un momento único: el hombre despliega sus alas para alcanzar el cielo.

Atrás del Aeropuerto Olaya Herrera, al sur de la ciudad, hay un lugar conocido popularmente como “El Ventiadero” por el fuerte viento que surge de las turbinas de los aviones que se elevan en el aire. Por 15, años ese lugar ha recibido a las familias de clases más bajas de Medellín que buscan un lugar para compartir entre sí y disfrutar de un espacio donde pueden comer “raspao”, “salpicón”,  chuzo” de mil pesos o “crispetas”.

Un sitio tradicional que recoge las costumbres de los habitantes de la ciudad. “Aquí venia antes mucha gente a ver los aviones, pero desde que pusieron estas sillas de concreto y este pavimento, esto se daño mucho” comenta, Juan López, un vendedor de “raspao” mientras pone a la escarcha, endulzantes de colores. “Yo he trabajado aquí toda mi vida.  No siempre vendí “raspao”. También vendí, salpicón, helados y “mekato” me gusta venir a este lugar, aunque era mejor antes porque había zona verde donde sentarse. La gente compra bastante, pero eso también depende del clima”.

El lugar no tiene mucho de atractivo. Las sillas de concreto les proporcionan a los deportistas un lugar provisional para descansar y la cantidad de venteros es incluso mayor a la de personas que se reúnen allí. El olor a fruta y a carne asada se mezcla en el ambiente, mientras el aire de las turbinas eleva las gorras de las personas que expectantes se acercan a la reja divisoria.

Es difícil estar allí a medio día cuando el sol está en su cenit. No existe un lugar que provea a las personas de sombra y el pavimento se calienta demasiado. Entre la valla que mantiene a las personas al margen de la pista, se pueden ver unos patos que se mueven de un lado a otro como si trataran de opacar el protagonismo de las otras “aves mecánicas”.

Así transcurre un domingo en El Ventiadero. Los niños se embelesan con los aviones y los padres de familia observan silenciosos el partir de los aviones quizá con el anhelo de, algún día,  llevar a sus familias abordo de esos titanes del cielo.

Tuesday, November 30, 2010

A vuelo de guacamayo: el chamán que sana con canto


Foto: Pablo Amaringo. Preñado por La Anaconda



Juan José Giraldo es un medico indígena que utiliza la Ayahuasca o Yajé para sanar las enfermedades de la mente y el cuerpo. Representanta de una tradición ancestral que busca  conectar a las personas con sus almas.

El sonido de los sonajeros envuelve el ambiente creando expectativa. Los cánticos en lengua indígena se concentran en un solo lugar al lado del pequeño altar que contiene toda clase de artilugios y medicinas ancestrales. Las plumas en su corona brillan al fuego y sus colores se avivan en un baile de policromía. Alrededor, algunas personas observan atónitas el extraño rito del que serán participes y, en el medio, imbuido con la fuerza que proviene de la tierra, el chamán o “Taita”  Juan José Giraldo, sostiene con sublime respeto, el recipiente que contiene al “Abuelo Yajé”.

Tomamos la medicina del Yajé para curar el cuerpo, la mente y el espíritu”, dice este “chaman” o médico indígena con voz sosegada, mientras prepara a los asistentes para la ingesta  de “Ayahuasca”. “La enredadera del alma,” como  se le llama a esta planta en lengua Quechua, es una medicina utilizada por diferentes comunidades indígenas de la Amazonia de Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador y Brasil, para curar a sus enfermos y también para contactarse con sus antepasados.

El Taita Juan, como llaman muchos cariñosamente a este curandero, es más joven de lo que parece. A sus 29 años ya es todo un experto en el manejo de plantas y más categóricamente en la utilización de el Yajé con fines curativos.

“Desde los 12 años fui instruido en mi comunidad en Cristianía, del Suroeste antioqueño, para aprender los secretos de la “Ayahuasca” y hasta el día de hoy, siento que tomé la decisión correcta”.

Estudió un curso de plantas medicinales en el Sena para aprender todo lo relacionado con la curación que proviene de la naturaleza. Pero el manejo de la ayahuasca lo trae escrito en su piel, es conocimiento que corre por sus venas.

“Manejar la medicina se aprende con alguien que sepa, es una tradición que no debe ser rota. Pero es triste ver que hoy en día cualquier persona se autodenomina “chamán” y se pone a curar a la gente sin ningún respeto por nuestros ancestros; por eso, se ha visto  gente que muere en las ceremonias, todo por el mal manejo de la planta”.

Al practicar este ritual, siempre lleva su corona adornada con plumas de guacamayo, loro y otras aves exóticas de la región amazónica. Su cabello negro cae sobre su espalda como sinónimo de protección contra cualquier energía negativa. Su cordialidad y carisma se refleja en la sonrisa que entrega con humildad a todas aquellas personas que llegan buscando su ayuda o consejo.

En contraste con sus rasgos indígenas, están sus ojos verdes que resaltan en su rostro como esmeraldas claras. Y en su piel se refleja el color ocre de la medicina y del conocimiento que proviene de ésta “planta sagrada”. “Es que uno de tanto tomar la medicina se le vuelve el cuerpo puro Yajé”, dice el taita entre risas.

Es en su vitalidad en la que muestra que ser un chamán no es tarea fácil. “Atiendo a todas las personas que me llegan enfermos de cáncer u otras enfermedades terminales. En casos donde los médicos dicen que ya no hay esperanza, el Yajé los cura después de una toma; es cuestión de fe y determinación”, afirma Juan José, luego de 9 años de estar llevando su tradición a múltiples personas que dicen haberse sanado después de atender a las sesiones donde se consume “Ayahuasca”.

A pesar de haberse dedicado desde muy pequeño a entender la tradición indígena, Juan José también tuvo que trabajar a la par para sostenerse y pagar la enseñanza que se le estaba impartiendo. “Cogía café para un señor de una haciendo cerca de Cristianía. Era trabajo duro, pero lo hacía para comprarme el Yajé y poder aprender. Una vez, tratando de recolectar unos plátanos para la hacienda me caí de la platanera y un saco de café que llevaba al hombro, me golpeo en la espalda dejándome casi sin poder caminar durante varias semanas. Eso si le agradezco al yajecito que me curó ese mal y pude seguir mi aprendizaje para hacer lo que más amo, que es entregar la medicina a los pacientes que la necesitan.”

“Alma” es su compañera, quien ha convivido con él durante diez años, y madre de Marisol y Samuel, de 8 y 5 años, los cuales se han criado escuchando las historias de los abuelos indígenas, del Tabaco, de los mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta, del “bejuco del alma”.

Con fuerza de guerrera, Alma lo ha acompañado durante muchos años en los rituales ayudándole con los pacientes y apoyándolo con sus cantos y oraciones. “Ser la compañera de un chamán es muy difícil, ya que uno se debe olvidar de que tiene un esposo, porque él siempre está en pro de ayudar a los demás y, a veces, pueden llegar épocas en que se puede tomar Yajé por una semana seguida incluso hasta un mes. Es un ritmo muy duro de seguir”.

Ambos viajan a diferentes municipios del país para ayudar a las personas que allí los solicitan. “Se ve de todo -comenta ella sobre las leguas de caminos que han recorrido-: gente con brujería, depresión, sida, tumores… a todos se les da la medicina y se mejoran, incluso a niños les hemos dado y los pone a cantar, jugar y hablar de Dios”.

Entre  los pacientes que acuden a él, se encuentran personas que toman el Yajé con la esperanza en la sanación que trae la medicina o por el reencuentro con sus raíces ancestrales. Otros tantos, con el simple propósito de “volar” y unos tantos más, con la motivación que impulsa la mera curiosidad. “El hombre ha perdido el respeto por la naturaleza con el pasar del tiempo, buscan aquí y allá la solución a los problemas, cuando realmente todo está dentro de ellos. Por eso, la medicina, a veces, es dura, porque te muestra lo que eres; te encara con tus miedos. Lo hace para que puedas superarlos y liberarte de la tristeza en la que nos ha sumido el consumismo desmesurado. Por eso el Yajé es el espejo del alma”.

Un conflicto que trata de resolverse entre arengas y pétalos de rosas


Foto: De La Urbe


El jueves 11 de Noviembre, el entusiasmo universitario se vio exaltado por la expulsión del escuadrón anti motines Esmad de las instalaciones del Alma Mater. Relato de un día de “júbilo”.

El primer recuerdo que tuve al llegar a la Universidad el día de la expulsión del Esmad, el 11 de noviembre pasado, fue el de la extensa fila que hice  alguna vez para que me reseñaran a la entrada de la antigua cárcel de mujeres,  El Buen Pastor. Al verme rodeado de gente que, como parte de un ritual pasivo, se sometía a un escrutinio  sistematizado, se hizo inevitable no caer en el símil.

Por la portería cercana al Metro a las seis de la mañana, el flujo de personas que esperaban ser “autenticadas” parecía inagotable. Rostros soñolientos e inconformes desfilaban silenciosos y expectantes por lo que parecía ser otra nueva medida restrictiva que desvirtuaba la llegada a una universidad pública.

Los empleados de la empresa de seguridad Miro validaban la Tarjeta de Identificación Personalizada (TIP), al hacer uso de un pequeño portátil y un lector. Vi mi número de cedula acompañado de un “sí” mientras mi maleta era palpada tímidamente. Entonces, comprendí que ahora era legítimo mi paso a la universidad.

Al llegar a la Facultad de Comunicaciones noté que el descontento era evidente. Los estudiantes se quejaban de tener que esperar durante más de 10 minutos para entrar y el profesor, después de llegar con  20 minutos de retraso a la primera clase de la mañana, tampoco parecía muy satisfecho con la medida.

El sistema de control de ingreso se reforzó después de que algunos encapuchados destruyeran el martes 9 de noviembre,  una cámara de seguridad ubicada en la esquina superior de la biblioteca, la cual vigilaba el interior del Alma Mater.

Un computador, utilizado para el registro de entrada en la portería de la calle Barranquilla, también fue destruido. Esto implicó el cese de actividades durante el resto de ese día.

Luego, a las 10:20 a.m. una hora antes de que los estudiantes replegaran el escuadrón del Esmad hacia las afueras de la Universidad, la primera papa bomba explotó. “Ojalá se dañe esto, así no tengo que presentar ese parcial de cálculo para el que no estudié nada”, decía esperanzado un estudiante, que durante dos horas había estado inmerso en un libro de fórmulas y matrices.

En ese momento, se llevaba a cabo el evento “Manos Entrelazadas”, al frente de la Biblioteca y sobre la Plazoleta Barrientos. La manifestación fue convocada por la Rectoría, el Comité Rectoral y el Consejo Académico. Su objetivo era rechazar los actos violentos del pasado 9 de noviembre y afianzar el vínculo entre estudiantes y personal administrativo, además de proponer el debate en pro del patrimonio de  la Universidad.

La expectativa
Salí con premura de la Facultad porque sabía que algo grande estaba por suceder en el claustro universitario. En el aire, las notas del himno de la universidad enmarcaban con hipocresía un acto protocolario que estaba pronto a su culminación, y que daría paso a la discusión visceral que remplazaría de forma contunde el debate organizado.

Del cielo caían pétalos de rosas que acompañaban la tonada. Y que solo algunos, quizá porque eran los únicos que conocían la letra, seguían a viva voz. En contraste, el estribillo “Lucha popular por la libertad” se colaba renuente a mimetizarse con los versos del poeta Edgar Poe Restrepo.

De repente, un grupo de estudiantes llevando pancartas que rezaban: “No estudiamos en facultades, estudiamos en patios”. “La Universidad no es una cárcel” entre otros mensajes alusivos a la condición de seguridad de la universidad se hicieron notar mientras que los aplausos empezaban a desvanecerse.

Ante este inesperado curso de los acontecimientos, los escoltas que rodeaban al Secretario General, Luquegi Gil Neira y al Rector encargado, John Jairo Arboleda, tomaron posición vigilante, al acecho de cualquier anomalía dentro de la multitud acalorada.

“Estoy harto de tener que justificar por qué llevo un libro en la maleta” gritaba uno de los estudiantes a un miembro del personal administrativo, mientras agitaba las manos con furia. “Ahí afuera están esos hijueputas haciendo presión todo el día, como si nosotros fuéramos delincuentes, me dan ganas de llorar la situación de la universidad” decía otro, dirigiéndose a sus compañeros con el rostro encendido.

Una mujer rubia, de baja estatura y con el carné colgado de su cuello tomó la palabra para precisar: “A nosotros también nos da miedo, por eso apoyamos la entrada de la policía para protegernos”.

El enfrentamiento se concentró en varios lugares de la plazoleta. Los estudiantes discutían con algunos miembros de la administración, al argumentar su posición con gritos y cantos, como si buscaran descargar la tensión acumulada en los empleados, que, cansados del desgaste, prefirieron abandonar el lugar meditativos y cabizbajos. Y tal como al principio, el micrófono instalado para el evento, quedó vacío.

“Nosotros aquí tratando de buscar una solución, mientras el rector está en Miami pasando bueno ¿Quién es ese aparecido del rector encargado?” Y sobre todo, “¿dónde está para que dé la cara?” Esas eran las preguntas que se hacia el conglomerado de estudiantes que ya había notado la presencia del Esmad, alrededor del bloque 22 en la plazoleta central.

“Vamos a sacar esos malparidos”. La horda de seres humanos se abalanzó hacia el centro de la plazoleta. Sin embargo, algunos de ellos se quedaron al margen, expectantes. “Vamos compañeros avancemos, rodeemos está gente, no les dé miedo”, imploraba una figura anónima  invitando a los rezagados.

El Esmad formó un muro de contingencia desafiando la marejada de almas que se les vino encima. “Fuera, fuera, fuera…” El coro fue en crescendo ante la mirada inamovible de los uniformados. Los defensores de derechos humanos mediaron para que ninguna de las partes fuera a cruzar la línea marcada por la evidente tensión que embarga a ambos bandos.

El encuentro
El avance de los estudiantes era firme. Los brazos levantados eran la representación de un clamor violento y desaforado con un único enemigo como objetivo. Rodeados, los uniformados seguían fijos como estatuas de cera. Seres disfrazados con corazas negras que desdibujaban la figura humana escondida tras la armadura. Y al frente, las agresiones de una multitud amorfa que los quería fuera cuanto antes. “Vamos, vamos”, dijo finalmente uno de los agentes elevando su mano con autoridad avasallante.

Gritos de júbilo llenaron el ambiente ante la retirada del escuadrón que caminó escoltado por decenas de estudiantes. “Qué se necesita para ser un Policía, ser un hijueputa de noche y de día”. Cientos de cámaras fotográficas, celulares y videocámaras, registraron el hecho, para muchos, histórico “¿Y la tanqueta qué? El parqueadero es sólo para los estudiantes, largo de aquí”.

Al llegar a la portería del río, al lado de la avenida Regional, el furor estaba en su clímax. Los estudiantes lanzaron arengas contra los uniformados que caminaban sosteniendo los escudos que recibían golpes indiscriminados. “No la dejes no, no la dejes no, no la dejes privatizar”. Lo silbidos y manos en el aire celebraron con exaltado orgullo un triunfo amargo por el poco espacio que se dio al debate, en una universidad donde el pensamiento pluralista se pierde en el calor de la supuesta derrota de un enemigo aparente.

Se cerró la reja y en la calle quedó el Esmad. Los estudiantes, ya más calmados, siguieron evocando los estribillos de batalla que los acompañaron durante la exitosa campaña. Algunos de ellos, esperando seguir el debate, volvieron a la Plazoleta Barrientos, pero para su sorpresa, los micrófonos ya habían sido retirados. “Dos veces sacamos al Esmad de la U, compañeros, casi que no ganamos una”, dijo Gabriel Bocanument Rollo, líder estudiantil,  con una sonrisa de satisfacción en su rostro “¿y ahora que compañeros?, ¿nos dispersamos nosotros también?

Y así de nuevo, el ambiente se silenció. Las clases se reanudaron sin mayores percances y en las afueras los escuadrones del Esmad volvieron  a tomar sus posiciones. Mientras en la Universidad Nacional, las explosiones de papas bombas hacían eco sordo de una situación que se expandía más rápido que una epidemia y que infectaba  cada vez más otros espacios de debate. Al otro día, como si hubiese un encuentro pactado de antemano, una explosión perfila a las partes para un choque que termina con los mismos resultados. La dinámica de juego se ha modificado.

El talento humano detrás de la tragedia.


Foto: Yennifer Aristizábal
El país afronta una de las peores catástrofes invernales en cincuenta años. Por esto, La Cruz Roja de Antioquia, no escatima esfuerzos para ayudar y muchos voluntarios laboran arduamente para entregar la ayuda a los damnificados.

En una bodega ubicada en el sector de Guayabal, en el sur de Medellín opera la seccional de la Cruz Roja de Antioquia. Allí conviven oficinas y laboratorios para la recolección y preservación de las donaciones de sangre y vacunas de los antioqueños.

También, desde allí, se han despachado las 24,6 toneladas de alimentos y artículos para el hogar que han llegado, sin mayores contratiempos, a los municipios afectados por la lluvia. Bello, Yondó, Puerto Triunfo, Venecia, Salgar y Puerto Nare, son las zonas que se han visto beneficiadas con esta ayuda humanitaria.

La suma de talento humano es indispensable para esta labor. Por esto, 132 voluntarios, 60 empleados y 30 colaboradores, para un total de 223 personas, operan allí en jornada continua. Algunos en entrenamiento; otros, ya con un extenso bagaje en la administración de los recursos que allí se donan. Todos con el objetivo común de aportar un grano de arena para, de alguna forma, solventar los estragos dejados por el accionar de la naturaleza.

Entre bolsas de arroz, paquetes de papel higiénico, edredones, pañales y kits de mercado, Hernán Henao trabaja como voluntario desde hace 30 años para organizar las ayudas que miles de personas, provenientes de todo el departamento, han entregado.

Aún después de sólo un mes de haber salido de una operación de columna a causa de una lesión que le dejó el no haber levantado una caja con mercado de forma adecuada, Henao empaca con delicadeza y precisión los víveres que luego serán enviadas en camiones contratados por la misma Cruz Roja y que deberán ser identificados con dicha insignia para, de alguna manera, evitar algún contratiempo en el camino.

“Muchas veces, tanto paramilitares como guerrilleros, nos han hecho detener los camiones para retenernos los víveres que llevábamos. Y aún diciéndoles que son para los damnificados, no les importa. Hay una política de la Cruz Roja que nos prohíbe entregarlos, pero no podemos tampoco evitar que se los lleven”, explica Henao.

“En 30 años, he tenido que estar presente en situaciones muy difíciles para un voluntario  -dice Henao mientras pone una libra de lentejas en una de las cajas que en su costado tiene grabada la frase: ‘Donación ayuda humanitaria’. Prohibida su venta- Una vez, colapsaron dos motos y una de ellas se incendió. Tuve que atender a los heridos y a uno de ellos la piel se le caía a jirones por la calidad de las heridas; luego en el hospital, al llegar la familia, el médico con una fría sinceridad dijo a la madre del herido, que ya se encontraba en un estado muy grave: ‘señora, eso que está ahí es su hijo, ruegue a Dios para que se muera rápido. Esas palabras siempre van a quedar grabada en mi mente”, concluye el veterano voluntario que sella con cinta otro de los cientos de kits familiares avaluados en más de 94 mil millones de pesos, según el informe de ayudas de dicha seccional.

La Cruz Roja distribuye la ayuda después de hacer un censo dentro de las poblaciones afectadas, para determinar el número de familias damnificadas y así proporcionar la asistencia de manera eficiente y ordenada. La cifra de damnificados asciende a 130 mil, de acuerdo con el registro presentado por la entidad, de las cuales, más de 9 mil han sido beneficiadas con las donaciones entregadas por la comunidad.

El Gobierno Nacional ha declarado el estado de “Desastre Nacional” por el fuerte fenómeno invernal que tiene en vilo, sólo en Antioquia, a más 22 mil familias y con esto iniciará un trámite por 150 millones de dólares para atender a los damnificados que aumentan día a día con las fuertes tormentas.

La magia callejera del artesano de madera

Foto: EDUARDO SENTCHORDI
La primera vez que lo escuché hablar pensé que fingía su acento: entre su español afrancesado, intuía yo, una oscura necesidad de venderme algo, afortunadamente me equivoqué. Cuando le hablas a este personaje, parece estar inmerso en otro mundo: sus manos doblan pequeños trozos de metal que convierte en simétricas figuras para luego acompañar sus diseños originales, los cuales lucirá alguna modelo anónima.

Bajo la sombra de un árbol, al lado de la portería de Barranquilla, de la Universidad de Antioquia, en el Centro de Medellín, Christopher trata de hacer unos pesos con sus artesanías, las cuales diseña inspirado por la música, el arte o simplemente sus vivencias.

De padre colombiano y madre francesa, este artesano mochilero ha viajado por Latinoamérica llenándose de conocimiento y compartiendo su arte con las almas que se ha encontrado en su camino.

¿Qué lo motivó a ser un artesano?
“Me gusta este trabajo porque en él puedo plasmar lo que pienso del mundo. Tallar la madera es un ejercicio de tiempo y dedicación y, por eso, me entrego de lleno a la creación de estos diseños”.

¿Por qué llegaste a Colombia?
“Salí de Quebec (Canadá) con la intención de conocer otras culturas. Creo que esa es la única manera de comprender la sociedad y refinar mi técnica como artesano”.

¿Qué hacías cuando vivías allí?
“Estudié cuatro carreras para convertirme en esto que soy hoy: primero me encaminé por la orfebrería y aprendí el manejo de los metales, sus texturas, su manejo y transformación. Luego estudié los hilos y la confección, la cual, a mi modo de ver, creo que es mi fuerte, porque me proporcionó una estética del diseño que trato de poner en mis trabajos. Además, la música, en su forma, tiene colores y ondas que viajan Así que la música es un buen punto de partida para empezar a diseñar cosas. Sé tocar el bajo y tengo nociones sobre montaje de audio y control máster. Llegué al uso del oleo y la acuarela y me interesé por el arte para desembocar en el tallado de la madera, al cual le dediqué un par de años y en el que descubrí los diferentes materiales para crear artesanías y accesorios.

Y no miente en esto. Sus diseños tienen acabados muy finos que contrastan con figuras simétricas y brillos que proporciona la laca y la cera. En algunos casos, también las figuras psicodélicas invitan al ojo a un viaje por el universo de la forma y el color.

¿Cuándo llegaste a Colombia, a dónde llegaste?
“Llegué a Bogotá y conocí a muchas personas allí que me han enseñado muchas cosas, entre ellas mi amor por la magia y el circo callejero. Por eso, viajaré a Caracas para asistir a un congreso donde se reunirán cirqueros de todo Latinoamérica, por eso estoy tratando de vender lo que más pueda durante ésta semana
¿Cómo es eso de la magia?
(Saca una baraja de cartas desgastadas y nos ofrece a mí y a una curiosa que también se interesó por sus diseños):
“Les haré un truco de magia... Barajen las cartas, escojan una carta y no me digan -escogemos una carta y el empieza a mirar la baraja con cautela, luego pone una carta en mi bolsillo y, al tratar de poner otra en el bolso de la joven, ella dice que tiene que irse y la saca revelando que en efecto, no era la carta que habíamos escogido, como tampoco la de mi bolsillo. Omito ese momento de incomodidad logística y prosigo-.

¿Te quedarás mucho en Colombia?
“No lo creo, luego de estar aquí en Medellín voy para Venezuela a un congreso de artistas callejeros: malabaristas, magos, mimos, teatreros. No soy muy bueno en la magia, mi amigo sí lo es; apenas estoy aprendiendo pero lo disfruto bastante”.

Un sombrero negro con una reina de corazones en un costado adorna la cabeza de un personaje pequeño que entra a la escena. Su aspecto infantil y juguetón me hace acordar de los duendes de los cuentos de hadas. Su dirige a Christopher con mucha naturalidad: “ajústame tres mil pesos para otra baraja de cartas; allí en una tienda vi que venden la Royal. La compro y la partimos para los dos”, le dice.  

Christopher duda por un momento, mientras analiza su presupuesto. “No men, tengo que pagar el arriendo y la comida de hoy por la noche. Además, estas cartas nos duran otro rato. Apenas se acaben, hacemos otro sombrero con ellas”. El duendecito asiente y se va a ofrecerle un truco a una pareja que pasaba por la acera.

¿Conoces mucha gente aquí?
“No mucha. Por ejemplo, este man me enseño los trucos de magia y a hacer malabares en la calle. Lo conocí en Bogotá en una organización que se llama “Circolombia” donde además hay magos hay zanqueros, malabaristas, clavistas, cuenteros, comparsas. Yo a ellos les enseñé lo que sabía sobre el teatro y la puesta en escena y ellos me enseñaron a hacer magia y algunos malabares”.

De nuevo, el duendecillo se cola en la conversación para hablar de los principios de “Circolombia”: “al principio éramos unos manes que andábamos retacando por ahí con nuestra magia y títeres hechos con alambre y filigrana. Después fuimos haciendo malabares y después se nos pegaron unos zanqueros de Mosquera (Cundinamarca). En Funza, al lado de Mosquera empezamos a trabajar y la alcaldía nos fue contratando para hacer presentaciones en los festivales de Arte y Cultura, con ambientación y forma callejera y teatro de calle”.

Al verlos juntos, pienso que son seres míticos, salidos de algún cuento. Con historias de vivencias callejeras plasmadas en el trabajo artesanal y la magia que imparten a los transeúntes que, agradecidos, sonríen y participan del juego. “Eso es lo que busco -dice Christhoper- mientras cae la tarde -que la gente se sienta alegre con lo que hago y que se lleven la buena energía de mi trabajo”.