Thursday, March 31, 2011

Eclipse sobre la arena

Eclipse sobre la arena


Pude defenderme. Quitarme algunas de las espinas y recorrer a pie el trayecto que me separaba del lugar donde encontré mi muerte. El sol se ocultó entre las sombras y el viento de la llanura trajo el llanto de un bebe que abría sus ojos a la vida; inocente de toda causa, sano de cualquier forma de locura. Fueron los hombres quienes me contemplaron sufrir y no hicieron nada. Probablemente, yo tampoco clamé por ayuda o mis plegarias no fueron lo suficiente sutiles para penetrar sus conciencias. Me desvanecí allí, mojando la tierra con lágrimas secas y desdibujando ilusiones mientras se me escapaba la chispa de vivir. No odié a nadie. De seguro, el recuerdo de mi último suspiro se encargará como hierro caliente, de marcar en sus mentes la perfidia de la que fueron cómplices. Mientras se desvanecían los sueños, vi caminando hacía mi una vieja mujer que, bastón en mano, daba pasos tambaleante. Facciones como dunas, el entrecejo fruncido, labios apretados y ojos opacos. Todo su cuerpo estaba cubierto de una manta blanca, como si una tenue luz rodeara su cuerpo. Se acercó como silbando una canción, pero mi delirio no me permitió identificarla. Cientos de ojos se posaron sobre ella mientras reptaba serena hacia mi lecho de muerte. Me golpeó con su bastón y dijo: “Basta de juegos, ¡levántate! El ocaso se adelanta apremiante y tu ahí extendido.” Pensé que eso era lo único que me faltaba: que una pieza del rompecabezas del destino fuera a venir a encajar en un momento tan concurrido por fuego, arena y sangre. Sonreí un poco, para mostrarle mi ironía y ella de inmediato me dio la espalda con evidente desgano. “Lo más patético en ti, es de por sí tu propio encierro. Te encuentras con el mundo y te arrodillas de miedo. Tu búsqueda es en vano. Deja ya el absurdo recuerdo de la flor marchita. En el sendero del placer, recuperaras tu cordura”. No supe que decir cuando la vi alejarse con premura. Mi cuerpo maltrecho se fue incorporando como impulsado por una fuerza etérea que pululaba en el ambiente. Escuché un grito, pero me sentía muy cansado para girar la cabeza. Salvé mi sombrero del polvo, y de mi pecho limpié la sangre con el pañuelo que siempre llevaba en el bolsillo izquierdo de una camisa hecha jirones. Mire a los hombres y les dije: Somos espantos, simples recuerdos de pasiones consumadas y momentos de melancolía. No se quejen cuando en la noche, las flores no murmuren sus nombres y yo me encuentre cruzando el desierto.” Nadie replicó. Sus ojos estaban aguados y de sus voces solo se escuchaban blasfemias incoherentes. Caminé arrastrando mi pierna, con un aire renovado; libre del sin sabor que deja el trago amargo y con ímpetu de aventura. Pero los hombres fueron sabios y antes de partir me dijeron: “Eres hombre como nosotros, pero te empeñas en adornar tu cuerpo con guirnaldas de cobre. Te embelesas con el futuro cuando has acabado adrede con tu honor y honra. Deja que seamos nosotros, los hombres, quienes te enterremos en éste suelo de fieras y zozobra.” Pero como buen hombre les dije: “ ¡Olvídenlo!  ya no queda nada nuevo bajo mi piel. Sus esperanzas son la cadena que no quiero echarme al cuello. Moriré en el camino esperando el colapso del tiempo y juraré por la tierra, que a pesar de todo, ustedes fueron mi pilar y sustento.”

Eclipse de arena

Tuesday, March 22, 2011

El Angelus-The Angelus, 1857–59. Musée d'Orsay, Paris.

Jean-François Millet


El Ángelus de Jean-François Millet

Por: Richard Ceballos


El sonido de la campana la trajo abruptamente a la realidad. Sus ojos estaban posados en la torre de la iglesia que se levantaba solemne en el horizonte mientras la luz de la mañana, apenas empezaba a darle vida al pequeño cuarto. Sentada frente a la ventana, con las manos puestas sobre su regazo, la campesina susurró la corta oración que daba la bienvenida a un nuevo amanecer. Bajo sus ojos, sus pronunciadas ojeras evidenciaban una noche de poco sueño. Su cabello recogido, estaba cubierto con un paño rojo,  desgastado por el uso durante las horas de labor bajo el sol.

A su lado, una cama sencilla con mantas blancas impecables, cuidadosamente tendida desde la noche anterior, pero sin señales de uso.
En el nochero, una minúscula vela encendida le hacía guardia al  retrato de una mujer  que carga un niño en sus brazos. En la esquina derecha de la habitación, una cuna de madera permanecía inmóvil, como congelada en el tiempo. Sus herramientas de trabajo estaban allí también; ella prefería conservarlas cerca, para evitar que le fueran  arrebatadas.

Escuchó el piso de madera crujiendo ante  unas pisadas firmes y entonces supo que su visita había llegado. Después de tres toques en la puerta, la perilla se movió y vio a su esposo que entraba con una persona muy elegante, de rasgos toscos pero con muy buenos modales; en su mano llevaba un maletín de cuero que, a juzgar por el sonido que emitía al moverlo, contenía objetos metálicos y quizá algunas botellas de vidrio.

Su rostro se volvió hacía la vista de la iglesia que ya había cesado  sonido alguno. El hombre elegante la miró detenidamente sin  ningún  gesto. Descargó el maletín en la cama y le lanzó una mirada fija al esposo, que esperaba atento, cualquier comentario o reacción. Él asintió y salió de la habitación no sin antes contemplar la imagen silenciosa de su esposa mirando por la ventana.

El campesino se sentó frente a la puerta, puso el sombrero en el perchero y se echó para atrás por un momento visualizando el techo de madera. Pensó en la cosecha que tenía que recoger y supuso que le tomaría mucho más tiempo recolectarla ahora que su esposa estaba tan afligida, él no sabía qué hacer o decir. Lo único que se le ocurría era continuar con el trabajo. Aun así,  se imaginó lo difícil que sería para ambos  regresar a la normalidad luego de tan difícil trance. Fue a la cocina y sacó una botella de ron que le habían regalado en el pueblo para felicitarlo por la buena cosecha del año pasado, y a pesar de saber que era aún muy temprano, se sirvió un vaso  y regresó a su silla a seguir esperando.

Luego de un par de horas se abrió la puerta. Ella salió con  las herramientas en la mano y se fue directo hacía la parcela que ambos cuidaban. El campesino no moduló palabra. Estaba sorprendido ante la muestra de entereza de su esposa. Así que él también se levantó para tomar sus herramientas, arrinconadas hacía unos días bajo las escaleras que conectaban la sala con la planta alta de la casa. Allí estaba la habitación donde él había permanecido desde hacía ya una semana cuando las discusiones se hicieron más frecuentes y la salud del niño comenzó a flaquear. Dormir en ese lugar tan lleno de polvo no le agradaba en lo absoluto, pero no quería seguir teniendo disputas y además, esa era la mejor manera de mantenerse alejado para no ver sufrir a su familia.

El hombre elegante salió en silencio de la habitación y el campesino lo miró  en espera de una señal de aprobación. Su cara estaba cubierta de sudor y sus facciones estaban un poco demacradas: su nariz era larga y gruesa, sus ojos negros y minúsculos no permitían percibir ningún tipo de emoción en su mirada y el pelo enmarañado acentuaba su aspecto descuidado y bucólico. Vestía una camisa blanca  sucia y sobre ella llevaba un roído chaleco café. Sus pantalones azules y sus zapatos llenos de tierra seca mostraban un avanzado desgaste. Abrió la puerta y acompañó el hombre afuera, dando un suspiro de alivio al ver a su esposa preparándose para el trabajo.

Mientras buscaba la carreta, ella pudo ver a su esposo intercambiando algunas palabras con el hombre del maletín de cuero. No prestó mucha atención y más bien continuó buscando el canasto para recolectar las papas de la cosecha. Al ver el canasto,  se detuvo por un momento para detallarlo y una vaga melancolía se apoderó de su ser, como si un extraño viento la hubiese  golpeado sin avisar. Con lentitud lo levantó y volvió a la parcela haciendo un esfuerzo por esfumar los tumultuosos recuerdos en su mente.

El día era claro y brillante. La luz del sol iluminaba los frutos que reposaban en la carreta. Los dos esposos, cumplían su labor con precisión. Sus manos callosas repetían incesantes el rito de recolección, mientras de sus frentes, las finas gotas de sudor caían sobre la tierra a la par con cada movimiento del rastrillo.

Ella regresó a la casa para refrescarse. Se sentó en la silla donde antes había estado su esposo y miró el techo de madera. Fue a la cocina y tomó un poco de agua. Luego, al pararse frente al marco de la puerta, escuchó desde lo lejos  la primera campanada del medio día. Su cuerpo se sobrecogió y prefirió entrar de nuevo a sentarse; respiró profundamente y  de un solo trago se tomó el agua que quedaba en el vaso.

Él entró en silencio, agarró otra silla y se dispuso a acompañarla. Ambos empezaron a murmurar la oración y al escuchar la última campanada se incorporaron para seguir con su labor, que debido al retraso producido por la visita, no llegaba siquiera a la mitad.

Los ojos del campesino difícilmente se encontraban con los de ella durante el trabajo. La naturaleza de su tarea los ocupaba plenamente y además, por causa de lo ocurrido, no había mucha intención de diálogo entre ambos. Sin embargo, él se tomó un momento para observarla: su largo vestido escondía por completo su figura, las mangas rojas protegían sus brazos del sol y el delantal curtido protegía sus rodillas del áspero terreno. Su rostro pálido y delgado se veía más agotado que de costumbre y su mirada era distante y vacía como su vientre que alguna vez estuvo tan lleno de vida.  Además, su cabello cubierto por el paño rojo, la enmarcaba en un cuadro de adultez prematura. Quizá ella le guardaba algún tipo de rencor, pensó él y se sintió culpable por no haber sido paciente y dejarla vivir tan poco tiempo en su hogar antes de instarla  a llevar una vida fuera de su casa y asumir una responsabilidad para la cual no estaba lista todavía.

Al preparar el almuerzo, ella recordó que solo tenía que cocinar para dos. Ese pensamiento la hizo sentir más frágil, casi vacía. Prefería estar pendiente del pequeño. Sus brazos anhelaban el cálido cuerpo de la criatura y sus labios querían pronunciar las canciones de cuna que aprendió de su madre, una mujer llena de energía y cariño quien le enseñó a valorar el trabajo y la responsabilidad con la familia.

Mientras comía, recordaba su vida en casa con sus padres. Las mañanas de viajes con su padre y las noches en que su madre la arrullaba con historias y los momentos de oración juntos le despertaban esa vaga añoranza de un instante de paz. Su esposo siempre le pareció un hombre altivo. Desde que había empezado toda su desgracia, pareció alejarse más de ella. Cada uno asumió el hecho como pudo, y a pesar de estar frente a él en la mesa, comiendo los frutos del trabajo de ambos, no parecían estar conectados nada más que por su infortunio y desesperanza.

Lo que más disfrutaba el campesino de su trabajo eran los olores que traía el viento desde la llanura. La vida del campo le parecía muy gratificante y sentía que no había otra actividad que le produjera tanto placer como trabajar con la tierra. De hecho, desde que se había casado, su ímpetu por el trabajo aumentó. La idea de darle a su familia una vida digna se volvió su obsesión, pero desde la última semana se venía preguntando si todo ese esfuerzo no sería en vano, y si después de todo por lo que habían atravesado, tendría  de nuevo un momento de alegría junto a su esposa que ya ni le dirigía la palabra durante la jornada. Al terminar ambos dieron las gracias en voz baja y salieron de nuevo al campo, a recoger los últimos frutos que la tierra tenía para ofrecerles.

Al escuchar el primer campanazo se rompió el silencio sepulcral en la llanura. Él dejó de rasgar el terreno y clavó su rastrillo con firmeza en el suelo. Cerró los ojos, se quitó el sombrero y agachó la cabeza.   Su figura estática irradiaba un aire de tranquilidad, un sentimiento de plena gratitud con la tierra. Y muy a pesar de sus penas, el campesino sostuvo entre sus manos el sombrero en signo de plegaria.

Desde el este, unas aves volaban juntas en dirección a la puesta del sol. Sus graznidos se entrelazaban con los campanazos que provenían de la distante iglesia para crear una majestuosa melodía que colmó el lugar. Después de un momento, ella emuló el movimiento parsimonioso de su esposo y cruzó sus manos frente a su pecho mientras susurraba una oración que  conocía desde niña. Miró su canasto y no pudo contener las lágrimas que, a pesar de ser la expresión de su congoja, bendijeron la tierra que sería sustento y destino de sus agotados cuerpos, doblegados por la soledad fruto de una inmensa lejanía

El cielo se encendía con suaves pinceladas de ocaso. Al pasar una nube, los últimos rayos del sol se posaron sobre la carreta y se pudo entrever la abundante cosecha que había dejado el trabajo del día. Y ni siquiera el sonido de las alas de un insecto hubiera podido romper la quietud de ese momento tan sublime donde solo existía un sentimiento de reverencia que embargaba por completo sus almas.

Friday, March 04, 2011

Retrospectiva.


                                                     Retrospectiva.

Mary Ann despertó esa fría mañana de noviembre, sintiendo un fuerte dolor de cabeza. Había tenido un sueño en el cual corría por un largo túnel que se hacia más angosto con cada paso que daba; a gran distancia de donde se encontraba, una figura humana le llamaba por su nombre: “Mary Ann, Mary Ann” decía la fuerte voz que retumbaba en las paredes de aquel oscuro y en cierto modo, tétrico lugar. Mary Ann corría con toda su fuerza ya que la ansiedad de descubrir  quien era la misteriosa figura que se le hacía tan familiar, le producía un fuerte ardor en su pecho y una intranquilidad insondable. Cuando corría, las paredes la oprimían. Y siempre que estaba cerca de alcanzar  la meta, despertaba súbitamente con ese fuerte dolor de cabeza que la asediaba desde el día de aquel ya olvidado incidente  que casi cobró su vida.

De estatura mediana, ojos color oliva, tez blanca y cabello rojizo, Mary Ann se sentía como una persona sin ningún atractivo físico. Sin percatarse de su gran figura y cálido rostro, se avergonzaba de  aquella pequeña cicatriz en su frente que llamaba la atención dándole un tono pelicular a su rostro, como de niña ingenua, pero que no le quitaba una pizca de armonía a sus finas facciones. Se dirigió al baño aún adormecida mientras se presionaba la sien con su dedo índice, tratando de lidiar con el dolor punzante que la asediaba inclemente. Abrió la gaveta y busco el tarro naranja con las píldoras de color azul y blanco e ingirió 2 de ellas pasándolas con un vaso con agua que tomó del  grifo, se miro al espejo y pudo notar claramente el par de ojeras que había dejado de recuerdo una noche de poco sueño.

Tomó un rápida ducha; ya el dolor se había desvanecido casi por completo, pero Mary Ann aun se sentía indispuesta y con algo de nauseas.
Salió del baño y fue directo a su guardarropa, tomo aquel vestido rojo que hacia ya mucho tiempo no se ponía, los zapatos de tacón, unas medias veladas y su ropa interior favorita: un liguero blanco de encaje con contornos de flores bordados en fina seda. En su nochero. Al lado de una gran cantidad de objetos en los que había un lápiz labial, un lapicero y algunas píldoras de varios colores, estaba su reloj de oro con diamantes y esmeraldas incrustadas en el enchape de oro. Objeto muy preciado para ella, ya que le recordaba una época muy feliz de su vida de niña al lado de su padre, quien solía cargarla todas las mañanas mientras desayunaban juntos en la mesa.

Se puso el reloj y vio que eran las 10:30 AM. Seguro que la señora Curtis había llegado desde hace mucho rato. La señora Curtis era el ama de llaves de Mary Ann desde hacia muchos años. Su rostro era arrugado y sus manos regordetas pero con dedos largos, su estatura era mediana.  Su forma algo parsimoniosa de moverse y su gran talento en la cocina, hacían de la señora Curtis un personaje agradable. Su calidad palabras y su actitud maternal, la convertían en una persona con la cual se podría mantener una cálida y cómoda conversación. La amabilidad y cariño con los cuales había tratado a Mary Ann, hacían que ésta última se sintiera bien y tomara a su querida ama de llaves  como alguien indispensable en su vida.

Mary Ann bajó las escaleras y un agradable olor a pan tostado la recibió inmediatamente. “Mary Ann, Mary Ann, ¿eres tu cariño? Te he preparado el desayuno, debes estar hambrienta ya que te fuiste temprano a la cama y no cenaste; tengo pan tostado huevos con jamón y algo de café. ¡Por Dios cariño que cara traes!  ¿No dormiste bien anoche? Siéntate te serviré una taza de café bien caliente”.
Mary Ann tomó el desayuno mientras escuchaba en la radio que el clima estaría nublado todo el día con posibilidad de lluvia en la noche, así que pensó en llevar su abrigo; de todas maneras era domingo y por lo general no tenia mucho que hacer, así que daría una vuelta por ahí, compraría algo y volvería a casa antes de que cayera la noche, para así evitar que la lluvia la atrapase en su camino de vuelta.

Agradeció a la señora Curtis el desayuno y le comento sus planes para el día, diciéndole, además,  que estaría de vuelta alrededor de las 6 o 6:30 PM. Tomó su abrigo, las llaves, su cartera y abrió la puerta, antes de salir miró hacia atrás y su mirada se perdió por un momento en la chimenea, después de unos segundos de observar fijamente, cerró la puerta y se marchó de su casa mientras se ponía su abrigo.

Había caminado un largo trayecto y pudo sentir claramente el frió viento de la mañana. Levantó su cabeza  al cielo y no pudo ver el sol, solo grandes acumulaciones de nubarrones negros que de cierta manera la hicieron estremecer.
Al llegar a la parada del bus, pudo ver algunas personas, varias de ellas fuertemente abrigadas. Dos pequeños niños estaban cerca de su madre y apenas se podían distinguir sus rostros debido a las grandes bufandas enrolladas alrededor de sus cuellos y caras.
Se subió al bus y se sentó en la parte trasera como era su costumbre; al llegar a la siguiente parada, un hombre de cabello largo, nariz respingada, bastante alto y fornido, de ojos azul claro como el mar en el horizonte, se subió al bus. Por un momento a ella le pareció que el hombre la miró, así que trato de evadir esa cálida mirada intentando ver más allá del empañado vidrio de su ventanilla. De repente sintió que alguien se sentó a su lado. Sabía que era aquel hombre pero no se atrevía a mirarlo.  De repente, una cálida voz exclamó, “ ¿Podría darme la hora?” Mary Ann giró sorprendida, al verlo se sintió un poco intimidada, así que dirigió rápidamente su mirada hacia su reloj, y muy suavemente dijo: “Es Mediodía” “Gracias” dijo el hombre y agregó: “bonito reloj, mi esposa solía tener uno parecido, mi nombre es Tom y ¿Tu eres…?” ella se sintió algo incomoda pero no tardo en responder: “ Mary Ann....” , “un placer conocerte Mary Ann; feo clima el de hoy, solo espero que no vaya a llover, me dirijo al centro comercial para comprar algunos regalos y no me gustaría que la lluvia me alcanzase antes de llegar a casa”.
Mary Ann permanecía en silencio. Pero a pesar de su actitud tan abierta, en cierta forma le agradaba Tom, así que le dijo: “Yo también voy de compras, quizá podríamos ir juntos y tomarnos un café” Tom sonrió y asintió con la cabeza.

Durante el viaje, hablaron de cocina, viajes, niños entre otros temas. Cuando llegaron al centro comercial, ya  Mary Ann había perdido su timidez y reía con las bromas de Tom, había cambiado su actitud con él y ahora le parecía un tipo agradable, con buen sentido del humor y bastante inteligente.
Caminaron un buen rato, Mary Ann, en realidad no sabia que comprar, así que solo se limitaba a observar en las vitrinas, Tom por su parte entró a una juguetería y compro algunos pequeños autos. Mary Ann no se sorprendió y ni siquiera se pregunto para quien serian aquellos juguetes.

Al pasar por la vitrina de la joyería, ambos parecieron ver un hermoso anillo de compromiso que tenia  esmeraldas incrustadas alrededor de un fino diamante, Mary Ann observo a Tom y pudo percibir una mirada de tristeza hacia aquel anillo. Pero simplemente permaneció en silencio y se alejó tomando a Tom del brazo para dirigirse al café que había en frente, se sentaron y ordenaron dos tasas de espumoso café.

Mary Ann se despojó del abrigo dejando ver su vestido rojo, Tom la miraba en silencio a lo que ella sonrió y pregunto: “¿Qué pasa?” Tom respondió después de tomar un poco de café: “ Nada, es sólo que tu vestido me hace recordar a alguien de mi pasado, alguien....bueno, bastante preciado para mí...”, después mirándola fijamente Tom preguntó: “Mary Ann tienes a alguien especial en tu vida? Mary Ann de pronto se tornó seria y mirando hacía la mesa respondió pausadamente: “En este momento no... tuve a alguien muy valioso para mi, pero ya no esta mas conmigo...hace algunos años viajábamos en auto, yo tenia dos meses de embarazo y éramos  muy felices; hacia frió y empezó a llover, en una curva, un camión perdió los frenos y resbaló. Al perder, el control empujó nuestro auto hacia el vacío...” de repente una lagrima recorrió el rostro de Mary Ann, se limpió rápidamente su rostro y levantándose de golpe, dijo: “Debo irme se hace tarde y odio cuando llueve...” Tom pagó la cuenta y la siguió. Durante el recorrido del bus, no hablaron una sola palabra.

Al llegar a la casa de Mary Ann, ella dijo: “ Tom, aquí es donde vivo, gracias por todo”, Tom con voz suave respondió: “ Mary Ann..., lo siento si te hice pensar en cosas que no querías recordar, yo perdí a alguien también, pero en una forma diferente, así que comprendo tu dolor pero es hora de que lo dejes ir, cada minuto es una nueva experiencia, y por eso es que debes encontrar la manera de salir de ello...” después la beso en los labios y se alejo por la calle Mary Ann permaneció en silencio, giró para abrir la puerta y al mirar hacia el final de la calle se dio cuenta que Tom ya había desaparecido.

Entró a casa y encontró una nota de la señora Curtis: “Te dejo un estofado en la cocina, ¡come chica o si no te enfermarás! Señora Curtis”. Se sirvió un poco de aquel estofado y al terminar, tomo una copa de vino y se sentó frente a la chimenea, después de observar el fuego por unos minutos su mirada volvió al mismo punto en el cual se había fijado unas horas antes, el retrato sobre la chimenea; se levanto y lo tomó, una feliz y sonriente pareja se podía ver en el, un hombre de cabello largo, nariz respingada, bastante alto y fornido, de ojos azul claro como el mar en el horizonte, la abrazaba cariñosamente, los recuerdos del accidente retornaron a ella en una sucesión infinita de imágenes, el fuerte resplandor, las llantas en el asfalto, vidrios quebrados, el dolor y de repente una profunda oscuridad y el silencio. Solo después, al final del túnel, “Mary Ann, Mary Ann” una voz, sola y eterna que la incitaba a vivir. ”Mary Ann, Mary Ann” una vez mas silencio...
El terrible dolor de cabeza volvía a ella más fuerte que nunca. La cicatriz en su frente ardía como si se hubiera vuelto a abrir, y los recuerdos...rampantes y dolorosos, su esposo si, el mismo.Tom.. Tom...si, el mismo que había conocido en aquel bus, aquel que le había invitado a un taza de café espumoso...Tom... todos los días, lo veía en el bus, tomaban café juntos, el reloj de diamantes y esmeraldas, con la inscripción “ Tom y Mary Ann, por siempre” las lagrimas en los ojos de Mary Ann, la hacían sentir viva otra vez, observaba el reloj y pensaba en el, Tom, su preciado Tom, la única forma de verlo era recreando ese feliz momento cuando lo conoció, recrear una y otra vez, la taza de café, las miradas encontradas, tiempo, recuerdos, retrospectiva...
Al final del túnel, silencio, para siempre silencio, por siempre Tom y MaryAnn.

El tunel. Diego Manuel.

Thursday, March 03, 2011

LUCIA.

                                                  LUCIA.

Al entrar en aquel sombrío y lúgubre recinto, Ignacio pensó que se encontraba probablemente en el lugar equivocado. Sus manos estaban frías, su garganta seca y se sentía cansado de tanto vagar por la noche. Su frente estaba llena de sudor, así que tomo un pañuelo del bolsillo derecho de su saco y se limpió tranquilamente mientras tomaba asiento en la barra. Ignacio era un hombre de aproximadamente 1.60, calvo, de 40 años, 60 kilos y ojos negros. La gente de su barrio le decía que tenia un rostro para nunca olvidar, cosa que para Ignacio no era muy clara, ya que no sabia que sentido darle a los comentarios de sus vecinos.

Por mas que quería recordar, Ignacio no daba cuenta de porque había salido de su casa hacia algunas horas, quizá había discutido con Lucia, su esposa. Y seguramente por eso sentía esta irritación que le presionaba el pecho y no lo dejaba respirar tranquilamente. La música de aquel lugar desesperaba a Ignacio, pero aun así él no quería abandonar su puesto junto a la barra, no sabia porque, pero aquella canción le producía escalofríos e inclusive algo de nauseas.

Pidió un Whysky en las rocas y de repente recordó que hacia mucho tiempo no bebía. Probablemente desde que se caso con Lucia 15 años atrás. En ese entonces solía ser un muchacho jovial y responsable, algo muy distinto a lo que era hoy: para Ignacio la vida se había vuelto monótona y aburrida.
Todos los días era la misma historia: se levantaba temprano a preparar su desayuno al igual que el de Lucia que dormía hasta un poco mas de la 7. Realizaba unas pequeñas labores domesticas como barrer, sacudir y lavar los platos de la cena del día anterior ya que en la noche sus manos solían dolerle mucho; especialmente cuando hacia frío. Al levantarse Lucia, él tenia la casa impecable, tomaba su saco y se iba, todo perfumado y afeitado, hacia su trabajo en el centro.

Ignacio nunca estuvo muy contento con su trabajo de asesor de ventas. Le aburría profundamente, y aunque pensó dejarlo, sabía que a Lucia no le gustaría nada la idea. Solía ser una mujer hermosa en aquella época cuando Ignacio se enamoro al verla por primera vez. Pero ahora, pensaba que aquella Lucia que el había conocido en el pasado, cariñosa y complaciente, había desaparecido con los años, y lo que tenia ahora era una persona tosca y arrogante que criticaba todo lo que él hacia y no le daba espacio para desarrollar sus ideas o expresar su pensamiento.

La presión en el pecho aumentaba. Tomó un trago de su whisky para sentirse mejor y el ya ajeno pero fuerte sabor agradó a Ignacio quien apresuró a beber todo el contenido del vaso de un sorbo. Llamó al cantinero con la mano derecha y le pidió una copa más, esta vez pensando en no beberlo tan rápido ya que no quería emborracharse porque sabía que desataría una calamidad  cuando Lucia se percatara de su estado.

Era el sexto vaso de whisky e Ignacio pensó que ya estaba borracho. Su cabeza daba vueltas y las nauseas eran incontrolables, el pensar en lo que le diría Lucia lo tenia mas preocupado que su situación actual. Pero aun no quería dejar ese lugar, que aunque no le agradaba, lo hacía sentir confortable y tranquilo. La música retumbaba en sus tímpanos: feroz, estruendosa e incoherente; pero él no tenía la más mínima intención de llegar a su casa en ese estado. Así que pensó en tomarse mejor un vaso de agua mineral y esperar que el efecto del dulce pero fuerte Whysky lo abandonara.

Ignacio estaba cansado, sus manos le dolían y el pecho continuaba presionándole, además las nauseas eran cada vez mas fuertes y de repente se sentía muy débil y adolorido. Observo un poco el lugar, ya que desde que había entrado no se había interesado en mirar ni el sitio ni la gente que en él se encontraban. La tenue luz roja, y la gran cantidad de mesas ubicadas estratégicamente le daban al bar un ambiente acogedor, pero igualmente la música seguía siendo motivo de disgusto para Ignacio, ya que el prefería algo mas tranquilo, quizá, pensó Ignacio, era un hombre melancólico

Mientras observaba hacia el interior del establecimiento, se percató que había una mujer sentada en una de las mesas, su cabello era largo y rizado, eso fue lo que mas le llamo la atención, no podía ver claramente sus facciones ya que se encontraba un poco lejos y la luz del lugar no le daba una clara perspectiva de como era esta mujer en realidad. Así que pensó en acercarse e invitarle a un trago, probablemente de esta manera la vería mejor y así podría entender por que, por alguna extraña razón, le recordaba mucho a Lucia.

Se acerco rápidamente hasta quedar a unos pasos de la mesa en donde estaba sentada la mujer. Ella tomo un cigarrillo y de su cartera negra saco un encendedor metálico. Prendió su cigarrillo y la flama iluminó su rostro, Ignacio pudo tener una más clara impresión de su asombrosa belleza, así que se sintió más impulsado a hablarle.
Se sentó en la pequeña mesa donde ésta se encontraba sin decir una sola palabra, aun le dolían las manos y su pecho le asfixiaba , afortunadamente no con la misma intensidad de antes, quizá el Whysky le había ayudado un poco a aminorar la tensión.

La mujer lo miro directamente mientras sostenía el cigarrillo en sus labios, Ignacio trataba de mantener  la mirada fija adentrándose en aquellos ojos color miel mientras pensaba  que eran los ojos más hermosos que había visto en su vida. Llamo al mesero y pidió dos Whyskys, sin importarle siquiera lo mal que se sentía él o lo que ella estuviese tomando.

El silencio era insoportable. El humo del cigarrillo cubría lentamente el rostro de… “no se su nombre”, pensó Ignacio. Trato de dirigirse a ella pero las palabras no venían a sus labios, era como si estuviera en shock. Se frotó las manos rápidamente, como si con esto pudiera ganar un poco mas de confianza en si mismo. Ella lo miraba fijamente, su expresión reflejaba una lastima por Ignacio casi maternal, como si estuviese esperando que el niño le revelara una travesura que había cometido. Mientras tanto Ignacio tenía la mente conjugada en un torrente de ideas vagas, no sabía que decir, que hacer. Su cerebro estaba en todas partes y a la vez en ningún lado. De repente ella dijo: “ Hola, en busca de compañía eh? Vamos no seas tímido, podemos ir a cualquier lado, solo necesitas un poco de dinero el resto de la diversión corre por mi cuenta”

Los pensamientos confusos de Ignacio se detuvieron de repente. Su mirada se posó de nuevo en los ojos color miel de aquella mujer, era joven por lo que pudo notar, quizá 25 años o un poco mas. Su cara era ovalada, nariz respingada, labios finos pintados con un  labial vino tinto, que resaltaba su hermosa sonrisa. Pero en ese instante, Ignacio se sintió profundamente deprimido. Era como si se hubiera lanzado de un decimo piso y se hubiera estrellado estrepitosamente sobre el pavimento. La sensación era insoportable, nuevamente su pecho comenzó a presionarlo, impidiéndole una vez mas respirar libremente. Lo único que se le vino a la mente fue  salir de inmediato de aquel lugar y correr con todas sus fuerzas; hacia frió allá afuera pero eso no era problema, debía correr. ” Ahora” pensó. Sin embargo, no salio del lúgubre lugar, no corrió con todas sus fuerzas, no pudo sentir el frío de la noche en sus adoloridas manos, simplemente calló y agacho su cabeza sin modular una sola palabra.

Ella lo miraba sin espabilar. Su rostro se le hacía muy peculiar. No sabia explicarlo pero simplemente el solo mirarlo, le producía una pequeña sonrisa que estupidamente se veía reflejada en sus labios resaltados por el lápiz labial color vino tinto. Tampoco ella modulo una sola palabra, solo observaba y observaba, esperando que algo ocurriera. Alrededor de cinco minutos pasaron, pero para ambos parecía como si hubieran estado ahí por horas, ya que cuando se espera, el tiempo parece correr más lento y los pensamientos son más largos como si trataran de ir a la par con la parsimonia interminable  del momento.

Ella recordó que debía irse. Tenía que trabajar y sinceramente no veía a Ignacio como un cliente potencial. Así que tomo su encendedor metálico, lo puso en su bolso apagó su cigarrillo y se levantó lentamente mientras con la mano derecha organizaba su pelo, bebió lo que quedaba del whisky en su vaso y pudo notar que Ignacio ni siquiera había probado el suyo. Se despidió de el diciendo “Adiós, gracias por el trago, me quedaría un poco mas pero tengo negocios que atender” salió hacia la puerta principal, pero él la tomo por el brazo fuertemente, ella giro sobresaltada y lo miró: Ignacio seguía con la cabeza gacha como si estuviese buscando algo en el piso. “Mi nombre es Ana, si algún día vuelves a venir a este lugar no dudes en preguntar por mi, te tratare muy bien, no lo olvides”. Ignacio la soltó sin mas, “Ana” pensó, “Ana, Ana, Ana….” Ese nombre retumbaba en su cabeza, pero el dolor y la presión en el pecho le recordaron donde estaba, se levanto de la mesa, tomó su billetera dejo algunos billetes y salió a la calle.

Unas pequeñas gotas cayeron en la frente de Ignacio mientras  observaba el cielo a la salida del pequeño bar. Mientras caminaba hacia el final de la calle, aun sin decidir el camino que tomaría, se ajustó el abrigo e introdujo sus manos en los bolsillos del saco. Le dolían igual o quizá peor que antes, pero prefería ignorar el dolor. A fin de cuentas, eso era lo último que le preocupaba ahora que su mente no coordinaba muy bien sus ideas.

Pensó una vez más en Ana y súbitamente la imagen de lucia se le vino a la mente: aún no podía decir por que se le hacían tan parecidas, quizá era su abrumadora belleza, pero algo era seguro: la personalidad de esas dos mujeres era totalmente opuesta. Amaba a Lucia pero después de casarse, Ignacio se dio cuenta que a ella no le interesaba tener hijos. Un pensamiento opuesto al de Ignacio, el cual le encantaban los niños y desde joven pensó en algún día casarse y tener una familia, un perro, una casa en el campo y un auto hermoso. Tristemente, no tenía ni una de esas cosas. Solo le quedaba la “familia”, pero esa familia que él había formado se desmoronaba a cada minuto. Probablemente por eso había discutido con Lucia, no podía recordarlo muy bien. Pero ese era el principal problema de discusión de ambos. De ésta manera, entonces, Ignacio trataba de ver en otras mujeres lo que su tan amada esposa no le entregaba. Ahí radicaba el impacto que Ana le había causado, la forma de vestir, su forma de expresarse. No era solo su belleza, era también esa aura de libertad  que la rodeaba, no como Lucia que desde que se casaron estuvo encerrada y se volvió tan amargada y egoísta. Fue entonces como en ese preciso  momento, Ignacio se dio cuenta que en vez de amarla, la odiaba profundamente.

Después de caminar por una hora, Ignacio se dio cuenta que ya lo había alcanzado el sueño. Así que decidió tomar el rumbo que lo conduciría hasta su casa. La lluvia no era muy fuerte, pero el frío que hacia era intolerable. No quería sacar las manos de su abrigo por que sabia que esto le traería mas dolor del que ya sentía. No podía pensar en lo que diría Lucia al llegar a casa, era muy posible que empezaran a discutir fuertemente ya que ella no toleraría que el se quedara hasta tan tarde, y además el olor a alcohol agregaría un motivo más para sacarla de quicio .  Si solo lucia entendiera que el también podía salir y divertirse como cualquier otra persona, los problemas no serian tan continuos. Ignacio no estaba muy de acuerdo con que las amigas de Lucia la visitaran cada jueves en la noche y se quedaran hasta después de la once con el simple pretexto de estar “recordando viejos tiempos”  sabiendo que su verdadero tema de conversación era acerca de cómo sus maridos esto, como sus maridos aquello, el auto nuevo que compraron, el nuevo jardinero de x o y… como si a esas cosas se les pudiera llamar tema de conversación. “que fastidio” pensaba Ignacio, e imaginar que se las tenia que aguantar tan a menudo, de solo pensarlo le daban ganas de irse lejos de su casa y rehacer una nueva vida, tal y como hizo cuando abandono sus padres en su época de adolescente. Ellos tampoco lo entendían.

Llego a la entrada de su edificio. Miro hacia su ventana y vio la luz encendida, pensó en los problemas que se avecinaban y se sintió cansado. Subió las escaleras hasta el piso 5, ya que el estupido elevador había dejado de funcionar hacia algunas semanas y por ende tenia que soportar el estar subiendo y bajando por las escaleras que tanto odiaba. Ignacio fue un hombre que jamás le gusto ejercitarse. “502” los números algo desgastados indicaban que había llegado, sacó de su bolsillo izquierdo el manojo de llaves, escogió la plateada y la introdujo en la cerradura, giró la llave y la puerta se abrió lentamente. Miro a su alrededor pero no podía ver a Lucia, sería muy afortunado si ella estuviese ya dormida, se ahorraría una vacía discusión que no llevaría a nada.  Caminó hacia la  cocina y pudo ver que no le había dejado nada para cenar, “bonita forma de vengarse” pensó Ignacio mientras una pequeña sonrisa se le escapo en medio de la cocina parcialmente iluminada. Se dirigió hacia la alcoba principal y se percató que también, la luz estaba encendida. Entro con sigilo y pudo ver un gran desorden alrededor del cuarto, la ventana ubicada en el extremo izquierdo estaba abierta de par en par y una fuerte corriente de aire atravesaba la habitación. Vidrios en suelo, objetos esparcidos por el piso, ropa totalmente rota como si alguien la hubiese destrozado. Todo esto hacia parte del tétrico cuadro con el que Ignacio se encontró. Después de mirar ese desorden sus ojos se posaron en su cama y su mente se esfumo.

Se acerco lentamente y pudo ver a Lucia tendida en ella boca arriba, su ropa estaba parcialmente rasgada, sus manos estaban empuñadas y sus ojos abiertos rodeados por unas ojeras violeta oscuro. Alrededor del cuello, las marcas de dos manos eran muy claras. Ignacio se miro las manos y pudo ver que sus palmas estaban rojas, le dolían mucho, no podía entender que había pasado. “¿Por qué  Lucia estaba allí tendida de esa manera? ¿Por qué sus manos le dolían?, ¿Por qué el desorden en la alcoba?” Ignacio se preguntaba aun sin entender. De manera brusca y dolorosa una imagen vino a la mente de Ignacio, en ella se vio con sus manos alrededor del cuello de Lucia mientras ella le golpeaba el pecho con los puños. Ignacio salio de la alcoba y se dirigió a la cocina tomo la cafetera y la puso sobre la estufa. Se sentó en el comedor, cerro los ojos puso sus manos en la cabeza y una dolorosa cadena de recuerdos vino a el. De repente lo supo todo.

Había sido él. Si, él era el culpable de todo ese desorden. Recordó la acalorada discusión con Lucia, como ella había empezado a destrozar toda su ropa mientras le gritaba furiosa que no lo amaba, que se quería largar porque se había dado cuenta que vivía con un perdedor, un idiota que no le daba felicidad, que no pensaba por si mismo, que no tenia futuro.
Recordó como la furia lo invadió, como se abalanzó sobre ella y la tomó por el cuello apretándola con toda su fuerza, mientras los ojos desorbitados de Lucia lo miraban fijamente. Recordó cada uno de los golpes que ella le propinaba, y como cada vez se hacían más débiles hasta que se desvanecieron por completo. Al igual que sus ojos.

Recordó la alegría que lo invadió al verla tendida en la cama con los ojos abiertos. Sabía que ya era libre, que no tendría que aguantar nunca mas su tosca actitud, que podía obrar como quisiera, sabia que lo primero que haría sería salir y buscar a alguien para celebrar, si, eso haría. Tomo su saco y se encamino a la puerta, miro por última vez la alcoba con su sonrisa de oreja a oreja. Al salir y cerrar la puerta, su mente se bloqueo, sabía que se tenia que ir pero no entendía a donde ni porque, caminó en círculos por mas de 2 horas hasta que entro aquel sombrío y lúgubre recinto.

El sonido de la cafetera lo sacó de sus pensamientos. Se levanto de la silla y tomó de la alacena una taza, se sirvió un poco  de espumoso café y se dirigió hacia la habitación principal donde estaba el cuerpo inerte de Lucia. Caminó despacio mientras sorbía su café. Miro el cuerpo fijamente mientras su mente permanecía en blanco. “Lucia, Lucia…” Miro hacia la ventana abierta y pudo ver que el sol ya empezaba a salir, los calidos rayos le daban directamente en el rostro y de repente se sintió reconfortado. Pensó en todas las preguntas que tendría que responder, las explicaciones que tendría que dar, pero no importaba, al fin era libre, libre de verdad. Puso la taza de café en la mesa de noche, se despojo de sus zapatos y se recostó al lado del cuerpo gélido y tieso, sabia que tenia que dormir, debía descansar porque de seguro en algunas horas empezaría a vivir, a vivir de verdad. Era el comienzo de una nueva vida, era el principio de un nuevo amanecer.

Death Seizing a Woman. Käthe Kollwitz